Cuento: La riqueza del alma


La riqueza… del alma

Algo despertó curiosidad a todos los vecinos del barrio más cerrado y exclusivo de la zona aquella mañana de sábado. Un camión de mudanzas se había estacionado frente al edificio de la cuadra. La descarga de muebles,  casi todos de dudosa calidad, indicaba el arribo de un nuevo habitante.
La incertidumbre comenzó a invadir a todos los que estaban expectantes de ese acontecimiento. Los peones prácticamente habían concluido con su tarea y aún no se sabía quiénes eran los flamantes vecinos. Jorge Mc Kenzie, reconocido médico y uno de los más antiguos vecinos del barrio, no se aguantó y camino a su footing matinal se detuvo a preguntar.
- Disculpe, buenos días- le dijo  a uno de los que estaba ayudando en la descarga.- ¿Los nuevos vecinos cuando llegan?
- Ya está aquí- respondió el sujeto, de baja estatura y con tonada y rasgos norteños.
- ¿Y dónde está?
- Frente a Usted- sonrió amistosamente el nuevo vecino estrechando su mano. “Mucho gusto,  Erwin Mamani, para servirle”.
Mc Kenzie no pudo disimular su sorpresa, mientras lo saludaba. Jamás hubiera imaginado que a quien se había dirigido y que confundió con uno de los peones del flete, era el recién llegado.
Es que Erwin no tenía un aspecto afín al barrio. Era boliviano oriundo de Potosí y de una condición socio económica notoriamente humilde.
No fue sólo el doctor quién se preguntó cómo Mamani podría vivir en ese lugar tan caro. Pero así  y todo nadie se atrevió a consultárselo. Muy por el contrario, lo que sí empezó a correr de manera automática fueron los comentarios xenófobos. “¿Qué hace este morochito acá, no había lugar en la villa?”. “Lo único que falta es que nuestro barrio se convierta en una sucursal de Liniers”.
Mamani trataba de hacer oídos sordos a esos ataques a la dignidad. El podría haberlo explicado. Que siendo obrero de la construcción en su último trabajo su patrón, un arquitecto adinerado muy conforme con él no sólo decidió darle  una buena recompensa económica sino que le prestó uno de sus departamentos para vivir de manera eventual hasta que se estableciera en la gran ciudad y consiguiera un lugar por su cuenta. Pudo haberlo explicado pero nadie se lo preguntó. En realidad nadie se le acercaba, excepto aquella familia compatriota que tenía una verdulería dentro del supermercado chino situado en los límites del barrio. Tampoco se lo veía mucho. Se levantaba muy temprano, a las 4 de la mañana y llegaba muy avanzada la noche.
Erwin tenía 26 años y como muchos compatriotas decidió cruzar la frontera en busca de un trabajo que le permitiera ayudar económicamente a sus padres y hermanos. Por suerte, la oportunidad no le tardó en llegar y a seis meses de pisado el suelo argentino ya tenía un empleo fijo y otros extras. Era muy bueno en lo suyo.
Una noche, de regreso luego de una dura jornada que duró hasta la medianoche, Erwin vio algo muy extraño a pocas cuadras de su edificio. Mientras el barrio entero dormía, dos personas metían varias bolsas en una camioneta estacionada frente a una lujosa casa. Se escondió detrás de un árbol y no dudó en llamar al 911 desde su celular. 
La acción tuvo un rápido efecto. La policía llegó en 2 minutos y logró detener lo que era un delito casi consumado. Había sido un intento de robo y los rehenes, maniatados en la cocina, el mismísimo Dr. Mc Kenzie y señora.
Cuando Erwin se acercó al lugar del hecho, uno de los uniformados lo miró con desconfianza.
- Buenas, yo soy el que llamó, dijo Mamani.
- Bien, deberá acompañarme.
Sin entender el motivo pero tampoco sin oponerse, subió al patrullero.
Las preguntas inquisidoras que le hicieron en la comisaría,  no parecían ubicarlo como testigo, sino increíblemente como un presunto cómplice o sospechoso.
“¿Ud, conocía a los delincuentes?” “¿De dónde es?” “¿A qué se dedica?” “¿Dónde vive?” “¿Qué hace en sus tiempos libres?” “¿Tiene familia acá?” “¿En qué lugares frecuenta?”.
Finalmente, luego de dos horas de interrogatorio, el comisario le estrechó la mano y con gesto serio le dijo: “Bien Sr. Mamani, puede retirarse”. El agradecimiento brilló por su ausencia.
La familia Mc Kenzie, aún con el miedo a cuestas pero feliz por conservar su valiosas pertenencias,  nunca supo la verdad de cómo se había logrado impedir el asalto. Hasta que su empleada doméstica se los contó luego de que se enterara a través de Oscar, el verdulero del supermercado chino.
La sorpresa de Jorge Mc Kenzie fue muy grande, y rápidamente averiguó su domicilio para ir a entregarle un obsequio, algo que sin embargo esperó hacer recién al día siguiente, porque por ningún motivo los domingos se perdía sus días completos de prácticas de golf.
Cuando ese frío mediodía del lunes se acercó con un regalo al edificio donde vivía Mamani, tocó el timbre del portero eléctrico en el 8º F, pero nadie respondió. Luego de insistir varias veces, se dio por vencido y decidió volver a intentar más tarde. Pero Manuel, el encargado, lo detuvo.
 - Disculpe doctor, ¿a quien busca?
 - A Erwin Mamani, él vive en el 8º F,¿no?
- Sí, el vivía allí. Pero lamento decirle que el Sr. Mamani falleció esta mañana. Acabo de enterarme.
 - Pero ¿qué le pasó?
- Me contaron que se sintió muy mal anoche, y a la madrugada se fue a hacer la cola para hacerse atender en el hospital, porque dan pocos números, ¿vio?, así que se quedó esperando toda la noche. No se sabe  si murió de frío o de la descompensación que tenía. 
La garganta de Mc Kenzie se ennudeció. Pero las últimas palabras del portero fueron el golpe de gracia.
- Tal vez si lo hubieran atendido a tiempo, hoy estaría recibiendo su regalo...




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